Quizá lo siguiente con lo que me he topado sea todo un descubrimiento para mí, pero para el resto de los mortales sea la cosa más obvia y que no necesitaba ser dicha del planeta. Probablemente sea lo último. Lo digo, también, porque de alguna forma la idea ha estado dando vueltas en la mente a un nivel casi inconsciente desde siempre, sólo que en muchos casos (al menos quiero creer) a nivel consciente tarda en llegar. Es la realización de que los cuentos tienen su propia idiosincrasia; creo que hasta puedes verlos pavonearse en sus estancias caras y alargadas, suntuosos palacios que vienen de la inmediatez de sus dueños. A pesar de que pueda parecer que la única diferencia entre el cuento y la novela es sólo la extensión, no es así, como bien ha visto García Márquez y cualquier otro avispado. No quiero decir que mis palabras sean originales. Lo más probable es que todo lo que vaya a decir aquí ya haya sido dicho, con mejores palabras y mejor prosa que los míos.
El cuento tiene la vanagloria de sus momentos, de alcanzar, cuando se hace bien, ese ideal de que la historia sea contada a través de acciones y de hechos, no a través de elucubraciones psicológicas y narraciones descriptivas. Este conocimiento, que, digo de nuevo, me ha rondado la cabeza de forma inconsciente quizá desde siempre, se me ha hecho patente a medida que iba leyendo Bestiario (la antología, no el cuento). Siempre hay una diferencia, que sabes que está ahí, entre el cuento y la novela, y precisamente en estos días recientes parezco haberla notado. Es, precisamente, que el cuento es extraño, sea o no sea fantástico; suele introducir un elemento de incomodidad dentro de situaciones comunes o no tan comunes. Ya sea un ojo delator, un ahogado hermoso o vomitar conejitos.
Mientras tanto, la novela es un cúmulo de cosas, de narraciones y de sentimientos (otra vez parafraseando a García Márquez). Para utilizar palabras de otro autor también, la novela acumula puntos a medida que avanzamos (nos va haciendo amar u odiar a sus personajes, mantenernos al filo de la cama, tal vez con algún escalofrío recorriendo la espalda y con mayor profundidad, si se quiere, a nivel psicológico), mientras que el cuento debe ganar con golpes certeros, asestados en el momento justo y en la intensidad adecuada (lo anterior es de Cortázar). La novela construye una pared ladrillo a ladrillo, el cuento lo vacía, de alguna manera mágica y milagrosa, completo todo frente a tus ojos.
Todavía después de todo esto, de la capacidad de descripción de la diferencia que poseo, no puedo comprender cómo pude vivir hasta estos momentos sin haberlo notado antes. Haberlo notado por lo menos de forma consciente. Y esto me lleva a pesar, también, que la mayoría de las cosas que he escrito, las he hecho más por intuición que por conocimiento propiamente dicho. Y en ningún momento quiero decir que tenga algún grado de maestría innata, alguna genialidad, porque, lo más probable, es que no sea este el caso. No hay otra explicación que el acceso a una especie de logos universal para que algunos de mis cuentos sean buenos; incluso para que alguna de mis historias valgan la pena leerlas (quiero creer al menos).
De cualquier forma, estoy consciente que me he metido en zonas pantanosas al hablar de este tema y, lamentablemente, tengo ante mí sólo dos opciones: o he hablado pura disparatada de loco, o, de alguna manera que ni yo mismo pueda comprender, mis palabras son certeras, cuerdas y para nada locas. La verdad, no sé cuál opción prefiero.
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